En La Promesa, la traición ya no distingue sangre ni juramento. Y Leocadia acaba de cruzar un límite del que jamás podrá volver. Atrapada por su propia ambición y sabiendo que el marqués Alonso ya sospecha de su cercanía con el Duque de Carril, toma una decisión tan brutal como desesperada: entregar a su propia hija Ángela en matrimonio al capitán Lorenzo. Pero no por amor, ni siquiera por conveniencia… sino como moneda de cambio.
La oferta fue clara. Lorenzo se presentó en sus aposentos con su voz venenosa, su tono inflexible: “Entrégamela, o Curro desaparecerá para siempre”. Ante esa amenaza, Leocadia lo aceptó. Firmó su pacto con el demonio. A cambio de poder, de protección, de no ser expulsada del palacio, accedió a sacrificar lo único que quizá aún podía llamarse suyo: su hija.
Ángela, al enterarse del chantaje, se derrumbó. Al principio se resistió con fuerza, le gritó a su madre, la llamó monstruo, se negó a colaborar. Pero cuando Leocadia pronunció esas palabras frías —“si no aceptas, Curro morirá”—, la decisión ya no fue una opción. La joven no podía cargar con la culpa de perderlo. Lo amaba demasiado.
El trato fue sellado: una boda de fachada, unos papeles firmados y silencio. Leocadia prometió encontrar una salida a tiempo, pero esa promesa era tan vacía como sus afectos. Ángela, entre lágrimas, aceptó el papel que le impusieron.
Días después, el gran salón del palacio fue decorado con candelabros, flores, incienso y una tensión que podía cortarse con cuchillo. Ángela avanzó hacia el altar con la mirada perdida, como si fuera al matadero. Lorenzo, elegante, disfrazado de honor, sonreía con autosatisfacción. Frente a ellos, el padre Samuel, aún débil tras su reciente regreso, retomaba su papel con solemnidad.
“Estamos aquí reunidos…”, comenzó. Pero no terminaría la frase.
Porque las puertas del salón se abrieron de par en par, y allí estaba Curro. Con la ropa sucia del camino, con el corazón encendido y la mirada clavada en Ángela. Caminó hasta el centro, sin pedir permiso, y dijo con voz firme: “Esta boda no puede continuar”.
Los murmullos estallaron. El padre Samuel lo miró incrédulo. Leocadia empalideció. Lorenzo apretó los dientes. Curro no se detuvo. Se volvió hacia los invitados y declaró la verdad: “Esta ceremonia es fruto del chantaje. Lorenzo amenazó con matarme para obligar a Ángela a aceptar. Y Leocadia, su madre, fue cómplice”.
Hubo un segundo de silencio. Un segundo donde todo se detuvo. Luego, la tormenta.
Alonso, desde lo alto, levantó la voz: “¿De qué estás hablando?”. Curro lo miró directo a los ojos: “Tengo cartas, tengo testigos. Criados que escucharon los planes, que vieron a Leocadia actuar en secreto. Ángela no está aquí por voluntad. Está aquí por miedo”.
Lorenzo intentó calmar la situación: “Esto es un invento de un criado despechado”. Pero ya era demasiado tarde. El marqués no necesitaba más pruebas. Sabía leer la verdad en los ojos. Y en ese instante, supo que todo era cierto.
“Padre, detenga la ceremonia”, ordenó Alonso. Y el padre Samuel cerró el misal.
“Capitán Lorenzo, queda expulsado del palacio. Leocadia, recoja sus pertenencias. Su estancia en La Promesa ha terminado”.
Leocadia gritó. Lloró. Suplicó. Pero ya nadie la escuchaba. Sus palabras eran viento. Su poder, ceniza.
Ángela rompió en llanto. Curro la tomó de la mano. Y el lugar que iba a ser testigo de una unión impuesta se transformó en el escenario de una libertad conquistada.
Pero llegar hasta aquí no fue fácil.
Detrás de cada palabra, cada gesto, había una historia de dolor, de mentiras, de amor silenciado. Ángela había estado a punto de sacrificar su alma para salvar a Curro. Leocadia, ciega por el poder, la había entregado sin dudar. Lorenzo, creyéndose invencible, jugó con el miedo y la muerte como si fueran piezas de ajedrez.
Y Curro… Curro arriesgó todo por ella.
Esa tarde, cuando el sol caía sobre los campos del palacio y la brisa movía las cortinas del salón, algo cambió. Las máscaras cayeron. La verdad habló más fuerte que las apariencias.
Ahora, la promesa entre Ángela y Curro no será escrita en papeles ni sellada por alianzas. Será forjada por todo lo que han soportado juntos. Por lo que estuvieron a punto de perder.
Pero aún quedan sombras. Porque Lorenzo no aceptará la derrota fácilmente. Y Leocadia, herida y expulsada, no desaparecerá sin antes intentar arrastrar a alguien consigo.