Atención. Algo está a punto de romperse para siempre en La Promesa. Y en el centro del huracán está, cómo no, el capitán Lorenzo de la Mata. Esta vez no es una conspiración nueva, no es un movimiento calculado. Esta vez, lo que se avecina es su ruina. Total, definitiva y merecida.
El palacio ya no le pertenece. Cada mirada es un juicio silencioso. Cada palabra, una trampa. Curro, que ha perdido todo rastro de ingenuidad, ha abierto los ojos. Ya no duda. Lo ha visto con claridad: Lorenzo no solo manipuló su vida, sino que también es el verdadero enemigo. La trampa del caballo fue solo el inicio. Y ahora Curro ha hecho su propia promesa: vengar a Hann, cueste lo que cueste. “Estoy dispuesto a ir a la cárcel”, le confiesa a Ángela. Lo dice con una determinación que hiela la sangre.
La tensión en el aire es casi insoportable. La falsa boda impuesta por Cruz y Lorenzo es una farsa tan evidente que ya nadie la sostiene. Leocadia, su antigua aliada, empieza a mostrar fisuras. Sus ojos ya no defienden con fanatismo: ahora hay duda. ¿Remordimiento? ¿Conciencia? ¿Temor?
Y mientras Lorenzo intenta mantenerse erguido, el golpe más brutal llega de parte de Curro. En un momento de furia, lo enfrenta con los puños, desbordado por el dolor. Solo la intervención de Ángela impide que todo termine en tragedia. Pero la pregunta es: ¿hasta cuándo podrá ella detenerlo? ¿Cuánto más aguantará este incendio sin arder ella también?
Lorenzo ya no es el hombre invencible. Es un náufrago atrapado en su propia red de mentiras. Sus secretos ya no están a salvo. El rumor más oscuro se propaga como pólvora: que él estuvo detrás del asesinato de Hann. Si eso se confirma, ya no habrá salvación.
Pero su caída no se limita al plano emocional. Lorenzo está enredado en negocios sucios con el Duque de Carril y con Don Gonzalo, padre de Vera, un hombre con un historial tan turbio como temido. Papeles han desaparecido. Nombres han sido borrados. Los archivos arden en chimeneas silenciosas. Y los rastros conducen todos al mismo apellido: Izquierdo. El suegro de Lorenzo. Un pasado manchado por esclavitud y explotación que ahora vuelve a cobrar cuentas.
Ángela, valiente, no se queda quieta. Investiga, conecta pistas, desenmascara nombres. Y en medio de todo, sufre. Porque Lorenzo no solo la traiciona en los negocios: también la expone a un intento de humillación pública. Durante una velada en la finca, el marqués de Andújar, Don Facundo, intenta sobrepasarse con ella. Ángela reacciona con un puñetazo que lo deja tirado en el suelo. Un gesto digno de ovación. Lo que nadie sabe aún es que todo eso fue orquestado por el propio Lorenzo: la invitación, la presencia de Facundo, el montaje para usar a Ángela como carnada. Todo formaba parte de su retorcido plan.
Pero esta vez le ha salido mal.
Ángela no está sola. Leocadia lo ha visto todo. Y si hay algo que Lorenzo debería temer más que a sus enemigos, es a una Leocadia protectora. Ya lo demostró cuando Cruz insinuó algo sobre su hija. Saltó como una fiera. Ahora lo hace por Ángela. La escena es brutal: Leocadia encara al marqués de Andújar en su propio salón. Y detrás de esa escena hay una advertencia clara: “Ni un paso más”.
Por si todo eso fuera poco, Lorenzo comete el error más ridículo de su carrera: proponerle matrimonio a Ángela. No por amor. No por redención. Sino como una maniobra para “limpiar su nombre”. ¿Cree que alguien va a tragarse semejante disparate? La escena es tan grotesca que ni el espectador más ingenuo podría verla con seriedad. Ángela no es una niña asustada. Es una tormenta vestida de novia. Una yegua salvaje. Una mujer que jamás será usada como tapadera por un cobarde.
Los días del capitán están contados.
La pregunta no es si caerá. Sino cómo. Y cuántos arrastrará con él.
Porque lo que está a punto de estallar no es solo una historia. Es una red completa. Las piezas ya se han movido. Curro está listo para vengarse. Ángela está decidida a destruir su reputación. Leocadia ha vuelto con todo su poder. El duque, Don Gonzalo, Cruz, todos están en movimiento.
Y Lorenzo… está acorralado.
Tal vez no muera. Tal vez no lo arresten aún. Pero algo es seguro: su legado se ha roto. Ya no es un titiritero. Es un hombre desnudo frente al juicio de sus víctimas.