El capítulo 361 de Sueños de libertad abre nuevas heridas y plantea decisiones desgarradoras, donde la verdad, el perdón y el deseo se entrelazan de forma irremediable. En la fábrica, un encuentro entre Irene y Damián revela el impacto real de la decisión de Cristina de quedarse. Irene está feliz, pero también destrozada. Porque aunque Cristina haya decidido quedarse, lo ha hecho en medio de un torbellino emocional que amenaza con alejarla más de su madre biológica.
El diálogo entre Irene y Damián muestra una vulnerabilidad poco habitual en ella. Por primera vez, se atreve a verbalizar su culpa, su arrepentimiento, su impotencia. “Cuando le conté la verdad a Cristina, nunca quise causar problemas entre ella y sus padres”, admite. Damián intenta consolarla, pero Irene sabe que hay una brecha abierta, una herida que no se cierra con buenas intenciones.
Y justo cuando este momento íntimo parece ofrecer consuelo, don Pedro aparece como una sombra del pasado, acusando a su hermana de “carantoñas” con “ese maldito desgraciado”. Pero Irene ya no es la mujer sometida de otros tiempos. “Ese desgraciado ha hecho más por acercarme a mi hija que tú en todos estos años”, le lanza sin titubear, dejándolo solo y humillado.
Mientras tanto, en la casa de los De la Reina, María y Gabriel celebran una noticia que, de saberse, podría cambiarlo todo: María no está paralizada. Su caída solo provocó una inflamación temporal, y la recuperación ya ha comenzado. Gabriel se alegra, pero ella le hace prometer que no dirá nada. “Si se enteran, Andrés volverá con Begoña”, dice María con seguridad. Es un cálculo frío, pero también una muestra de cuán profundamente herida y sola se ha sentido.
En una escena de intimidad contenida, María toca deliberadamente la pierna de Gabriel. El gesto, disfrazado de inocencia, revela otra intención: un deseo velado, una necesidad de conectar más allá de lo físico. Gabriel se aparta incómodo, pero el daño ya está hecho: la línea entre la ayuda y el deseo empieza a desdibujarse.
En paralelo, Irene decide hacer lo impensable: buscar a la madre adoptiva de Cristina y hablar con ella cara a cara. La conversación es tensa al principio. La mujer está a la defensiva, casi hostil. Pero Irene tiene un as bajo la manga: un pequeño frasco de perfume. Cuando la mujer lo huele, se rompe. “Cristina lo creó para usted”, le explica Irene con voz temblorosa, “y ha sido elegido para el 25 aniversario de la Banda de la Reina”. De repente, la distancia entre ambas mujeres se acorta. Lo que las une no es el conflicto, sino el amor por Cristina.
Irene no va a suplicar. No busca validación. Lo que desea es que esa madre sepa que su hija la ama por encima de todo. “Cristina la adora y no piensa cambiarla por nadie”, dice Irene con sinceridad brutal. La mujer, conmovida, confiesa: “Pero no quiere volver a casa”. Irene asiente, comprensiva. “Y no debe temer los motivos por los que quiere quedarse. Le aseguro que yo no tengo nada que ver”.
Es un momento de generosidad desgarradora. Irene reconoce que, para Cristina, su madre siempre será esa mujer que ahora tiene enfrente. No guarda rencor. Solo desea que sigan apoyándola como hasta ahora. “Cristina ha tenido los mejores padres que se pueden tener”, sentencia. Y con eso, se despide. Serenamente. Sin esperar nada a cambio.
La tensión se intensifica cuando María, más tarde, le confiesa a Gabriel que su recuperación podría acelerarse si hace los ejercicios… pero debe evitar a Olga. Gabriel, sin dudar, promete ayudarla. “Te mereces toda la ayuda del mundo”, dice con ternura. María se emociona. “Siempre me he sentido muy sola en esta casa”, murmura. Él le toma la mano: “Ya no lo estás”.
El capítulo cierra con esa mezcla agridulce de esperanza y peligro. Porque si María continúa su juego de ocultar la verdad, podría perder lo poco que ha ganado. Pero si la revela… ¿quién será destruido en el proceso?