El silencio de la capilla se había vuelto insoportable. Las campanas dejaron de sonar, los criados ya no cruzaban palabra al pasar por los pasillos, y la ausencia del Padre Samuel se sentía como una herida abierta. María, cada vez más convencida de que algo terrible había ocurrido, se sumía en una inquietud que la hacía temblar incluso al lavar los manteles del altar. Nadie lo había visto. Nadie tenía respuestas.
Fue solo al colarse en la habitación del sacerdote que María halló algo: una carta escondida entre las páginas de un antiguo salmo. No era una despedida. Era una advertencia. Palabras como “vigía de la torre”, “los ojos que todo lo ven”, y “proteger la verdad cueste lo que cueste”, la convencieron de que Samuel no se había ido… había sido silenciado.
Con ese hallazgo en mano, María acudió directamente al marqués Alonso, quien, conmovido por su valor y sospechando que algo oscuro se ocultaba entre sus muros, llamó al sargento Burdina. La investigación comenzó en silencio, y fue en un rincón boscoso del palacio donde apareció la primera prueba: un trozo de tela de túnica enganchado en una rama, una mancha oscura sobre el suelo, una cruz rota. Samuel había sido atacado.
Pero el verdadero giro ocurrió cuando todos ya comenzaban a resignarse a no saber jamás qué ocurrió.
Una tarde, bajo el sol del ocaso, un caballo solitario se acercó al palacio. Sobre él, encorvado y al borde del colapso, venía Samuel. Golpeado, herido, irreconocible. Al caer del caballo, el grito de Vera alertó a todos. María corrió, llorando, sin poder creer que había regresado. Lo llevaron con urgencia a la antigua sala de lectura. Fue Enora quien se ocupó de curar sus heridas mientras María no se apartaba de su lado ni un segundo.
Cuatro días después, Samuel abrió los ojos y pidió una sola cosa: hablar con Burdina.
En presencia del marqués y del sargento, Samuel relató lo que recordaba: la noche en que iba a hablar, cuando pensaba revelar algo que podría exculpar a la marquesa Cruz, fue interceptado por dos figuras. Uno de ellos, con voz familiar, lo golpeó. El otro sostenía algo. Luego, oscuridad. Pero no olvidó la voz. “Creo que era Lorenzo”, dijo. “Y el otro… una sombra constante… posiblemente Leocadia.”
La sala quedó en silencio. María lloraba en silencio, Alonso ardía de rabia contenida, y Burdina anotaba cada palabra con rostro de acero. Si aquello era cierto –y todo apuntaba a que sí lo era–, entonces los verdaderos enemigos estaban dentro del mismo palacio. Y la verdad, al fin, empezaba a salir.
Una nueva etapa se abre en La Promesa. Con Samuel vivo, con pruebas, con nombres… pero también con nuevas amenazas. Porque quienes lo hicieron callar una vez, no dudarán en hacerlo de nuevo.
¿Crees que logrará desenmascarar a Lorenzo y Leocadia antes de que vuelvan a atacar? ¿Quién más está involucrado en esta red de silencios?